Lee en exclusiva un fragmento de 'Ella era yo', de Lucy Sante

¿Cómo puedo haber «salido del cascarón» sesenta y tantos años después de haberlo «sabido»?
16 de abril de 2024 por
Lee en exclusiva un fragmento de 'Ella era yo',  de Lucy Sante
Fundación 26 de Diciembre, Juan Manuel Fernández Vázquez

En febrero de 2021, la escritora Lucy Sante envió un mensaje a sus más allegados para comunicarles su transición de género: "Tenía pavor a verme delante de lo que ahora enfrento. Por lo que sea, ahora el dique ha reventado, se me ha caído la venda de los ojos, ha levantado la niebla". A sus 66 años, Lucy Sante llevaba toda la vida buscando la verdad artística a través de sus libros, pero fue entonces cuando se sintió impulsada a afrontar y a revelar la verdad sobre su identidad de género, tanto tiempo evadida. 

En este Ella era yo (Libros del KO), la autora emplea la misma mirada que la había llevado a convertirse en "una de las comentaristas más incisivas de la cultura estadounidense actual", en palabras de Eduardo Lago, solo que aplicándola a su propia historia personal. Iniciaba entonces un camino repleto de dudas e incertidumbre en busca de una gran satisfacción personal, que aquí cuenta con grandes dosis de sinceridad y ternura. 

En colaboración con la editorial, la Fundación 26 de Diciembre ofrece aquí un pequeño fragmento del libro de Lucy Sante que está disponible para poder leerse en la biblioteca con la que contamos en nuestra sede.


"Descubrí que el abanico de personas y experiencias trans superaba todos mis cálculos. Visité infinitas páginas de GeoCities, con ese formato primitivo, las listas enciclopédicas de enlaces y las galerías de fotos en las que se mostraban hasta doce poses con diferencias mínimas por cada atavío. Miraba boquiabierta páginas y más páginas de modelos trans preciosas de todo el mundo y me gustó en especial la cultura otokonoko japonesa, que tenía el atractivo añadido de parecer tremendamente remota. En YouTube seguí las aventuras de un grupo de chicas trans de Sídney, Australia, mientras terminaban los estudios, salían a comer, iban de discoteca y salían a pasar el día de excursión. Seguí con avidez la obra de una fotógrafa argentina que viajó por Latinoamérica con un equipo para peinar, maquillar, vestir y grabar 74 a adolescentes que quisiesen ser chicas en su quinceañera, con resultados a menudo tan espectaculares que costaba creerlos, pero allí estaban ellas en el vídeo, siendo chicas en medio de su familia, bailando con el abuelo, en la limusina con sus hermanas, posando para hacerse una foto con el alcalde. ¿Era posible que eso fuera una tradición? Sentía una punzada de envidia cada vez que veía uno de esos vídeos. Siempre me he preguntado si habrían vuelto a ser chicos después; no podía imaginarme que fuera posible.


Internet me permitió por primera vez constatar la enorme variedad de experiencias transgénero, buscar con calma, descubrir los ángulos que me atraían y los que no, volver a páginas o vídeos que me gustaban especialmente —aunque esto último no había que darlo por hecho, porque a veces la gente entraba en pánico, renunciaba a todo y cerraba el sitio (temporalmente, se supone)—. Mi formación previa sobre el tema de lo transgénero había sido aleatoria, escasa, furtiva, apresurada. Contaba con The Village Voice y el azar. Era inocente y un tanto mojigata. A base de practicar desde la infancia había conseguido instalar en mí un mecanismo poderoso de autorrepresión que se basaba en el miedo a que me vieran. Podrían «verme» hojeando las páginas de esa revista en el quiosco. Podrían «verme» entrando a una proyección del documental The Queen (1968). Podrían «verme» contemplando los expositores de cualquiera de los miles de comercios de pelucas que parecía haber en Manhattan en los años setenta. Podrían «verme» mientras merodeaba por el Sally’s Hideaway o el Edelweiss, de entrar ya ni hablemos. Y no hablemos tampoco de entrar en una de las boutiques drag o echar siquiera un ojo a sus escaparates. Más me valdría haberme agarrado el mentón con la mano para dirigirme la mirada al bordillo de la acera.


Antes de internet mi método de asimilación del acervo transgénero consistía en ver cosas por el rabillo del ojo, fotografiarlas mentalmente y guardarlas en la cámara acorazada rotulada con una X. Me privaba encontrar material relevante en libros o revistas cuyas portadas nada delataban. Por ejemplo, podía leer sin agobios sobre los suntuosos vestidos, los pechos postizos, las pelucas voluptuosas, los falsos lunares que gozaban de aceptación entre diversas personas de la corte de Luis XV a las que se les había asignado el género masculino. Sin embargo, aparte de tales asuntos históricos anodinos, mis conocimientos eran tan fragmentarios como si se tratara de un «culto al cargamento»(1). Ya sabía que había otras personas en el mundo que, por increíble que pudiera parecer, tenían las mismas predilecciones que yo —hubo un tiempo en el que creía que era la única persona del mundo que quería cambiarse de género—, pero poco más, hasta que llegó internet.


Incluso con la avalancha de información que me llegaba por internet, ya no hablemos de la prueba que aportaba la avidez continua de mi interés, me las seguía apañando para negar quién era. Ese es el enigma que soy incapaz de explicarles bien a mis amistades cis. ¿Cómo puedo haber «salido del cascarón» sesenta y tantos años después de haberlo «sabido»? La respuesta es que en todo ese tiempo he estado entablando un baile complejo de conocimiento y negación. Al examinar el panorama completo de mi vida, como hago en estas páginas, veo lo cerca que estuvo de emerger mi identidad trans en la adolescencia y a los veintipocos, cuando me tenía en una confusión absoluta y una desinformación casi total, sin otra idea que la de intentar huir de ella. Luego, poco antes de los treinta, pasé a la edad adulta. Se había terminado la época aventurera, mi destino estaba fundido en bronce y me casé dos veces, tratando de arrinconar cualquier cuestión persistente de género en lo más profundo del trastero bajo las escaleras, donde nadie, ni siquiera yo, volviera a verlo. No fui capaz de olvidarlo, desde luego, pero me las compuse para negarme su existencia, como un estado totalitario resuelto a borrar su historia. Puesto que no podía aniquilar ni las fantasías ni la curiosidad, las etiqueté como perversiones, que combatí con denuedo. Me comportaba en todo momento como si otras personas estuvieran fisgando en mi cabeza, inspeccionándome en busca de tachas. Ejercía la negación y la mejor manera de garantizarla era mentirme. Salí del cascarón simple y llanamente porque ya no era capaz de seguir mintiéndome.


Sin embargo, ahora que, por inverosímil que pudiera parecer, estaba de verdad transicionando, me impacientaba con la mayoría de lo que hasta no hacía mucho encontraba tan atrayente. Iba dando saltos por diversos foros trans, quizá dejando aquí y allá un comentario pero sin comprobar nunca si me respondía alguien. Me aburría mortalmente con los transformistas que se probaban doce atuendos en una habitación de hotel, cada imagen enmarcándolos del cuello para abajo; las fotografías de piernas y pies que terminaban en zapatos de tacón kitten; las clases de maquillaje en las que se empleaban tres estanterías de cosméticos especializados; largas confesiones escritas en tipografías caligráficas sin párrafos separados y tal vez tampoco mayúsculas iniciales; la música de fondo elegida para todos los vídeos de transformación en todas partes. Buscaba cosas que me sirvieran…, quizá buscaba a mi tribu. Siempre buscaba cosas que se vieran reales: fotografías o momentos captados en vídeo, donde desapareciera la escenificación y se viera a la gente como gente sin más, aunque estuviera transformada. Cuando por fin las encontraba, muy de vez en cuando, eran siempre obra de jóvenes, que vivían en un mundo diferente e inaccesible para mí". 
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(1) Se trata de una expresión acuñada en antropología para cualquier fenómeno similar al que se desarrolló durante la Segunda Guerra Mundial sobre todo en algunas islas de Nueva Guinea que no habían tenido contacto con la cultura occidental hasta que los norteamericanos empezaron a utilizarlas como bases. Los nativos interpretaban que las cajas que arrojaban los aviones («pájaros de metal») para abastecer a los soldados con suministros de todo tipo, desde alimentos a armas, eran bienes que les enviaban los dioses. Una vez terminada la guerra cesó el lanzamiento de suministros y los nativos trataron de atraerlos de nuevo imitando las actividades de los norteamericanos y fabricando «aviones» y otros objetos de forma artesanal. El concepto de culto al cargamento englobaría así cualquier deducción falsa que se hace a partir de la observación parcial de la realidad.  



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